lunes, 30 de julio de 2012

Viento

Se me perdieron las lágrimas. Las dejé por las esquinas, desperdigadas, en un momento de debilidad.
Al principio ignoraba su existencia. Expectantes, en el hueco de mis ojos se mantenían, allá donde se nos nubla el juicio.
 Bastaron unos pocos y pesados despropósitos expuestos con demasiada ligereza. Motivos que sobran cuando ya, por entrar, no entra ni un beso apretado. Un momento de descuido y ¡zas!, entre un "lo que dejamos de hacer" y un " se nos va, traigan el desfibrilador, hagan el favor", se apelotonan todas a una. Se estrujan y apretujan hasta que escapan al contingente de mis pestañas. Se me despeñan mejilla abajo en una loca carrera de final suicida. Unas mueren en mis labios, otras recorren mi pecho. Me encojo, chiquitita y se me empiezan a hundir los pies. Este mar que arrasa con todo, que emborrona los recuerdos, humedece sensaciones y ahoga sentimientos.
No las conté, me parecieron muchísimas, tantas como estrellas en un cielo que desgranamos, como los fotogramas de las películas que reímos, los acordes que desafinamos y los juegos que compartimos.
Y cuando parecía que aquello no tenía final, paró. Se me secaron las humedades, se me filtró el mar.

No fuiste más que viento en mis manos, dentro de mi cabeza, rozando mis labios y susurrante en mis oídos.

sábado, 2 de junio de 2012

La niña del bulldozer

Cuando era pequeña, Coco siempre quería cosas cuyo nombre no sabía, como por ejemplo un bulldozer. Ella veía el potencial destructivo de semejante artefacto y se le hacía la boca agua. Por mucho que abriese los regalos de cumpleaños, reyes y todas las ocasiones especiales, nunca tocaba el bulldozer. Pero claro, a ver cómo explicas en tu tierna infancia que ansías esa gran mole amarilla (el primero que vio en una obra era de ese color) para aplanar, atropellar al mundo.

La gente en general no le gustaba, pero amaba a las personas en particular. No obstante, se deleitaba especialmente ante ese pequeño regocijo interno que le provocaba el hecho de imaginarse sobre uno de esos monstruos de metal arrasando la realidad.

A la llegada de su adolescencia fue haciendo ajustes al bulldozer. De la noche a la mañana añadió un cañón gatero. ¿Y qué es un cañón gatero? Fácil, un cañón que aspira gente y expulsa gatos. En esa franja de edad, que podemos llamar delicada en algunos casos, catastrófica en otros, Coco pensaba que el nivel de razonamiento gatuno en general era como poco equiparable al intento de sinapsis avanzada de algunos de sus conocidos. Y seamos prácticos, ocupan la mitad de espacio. Y así es como poco a poco iba ganando boletos para convertirse en la loca de los gatos. La loca de los gatos con un bulldozer.

Al llegar a las puertas de la madurez y tras resolver el dilema felino, Coco  alimentaba la esperanza de que el bulldozer de sus sueños avanzara sobre las injusticias, el hambre en el mundo, el mundo en general, la lacra política que tenía que sufrir, los recortes sociales, mejoras económicas implementados por equipos enteros de pura incompetencia, y sobre todos y cada uno de los sistemas corruptos que ella tan bien sabía enumerar. Pero una vez más se tuvo que contentar con imaginar y plasmar mediante firmes trazos su propia utopía.

Una vez superado el cénit de su vida, la plenitud del cuerpo (ese momento que ataca sin avisar, donde te das cuenta que empiezas a echar de menos lo que antes echabas de más) se planteó seriamente la posibilidad de empezar a manejar uno. No por salvar al mundo, sino por salvarse a sí misma. Todo es ponerse... Dicho y hecho. Encontró un curso de seguridad y  manejo del bulldozer, y en lo que tardas en decir PELIGRO AL VOLANTE ya tenía lo necesario para el puesto. Con las mejoras adecuadas incluso le servía en caso de cataclismo nuclear y consiguiente ocupación por parte de zombis, o infectados, lo que fuese.

Esta mañana lo ha decidido. No quiere reprimirse las ganas de marchar sobre el mundo en bulldozer.

Así que ya sabéis: si tenéis una afición o un deseo, nunca le pongáis trabas porque no funciona, sale por cualquier otro lado o en el peor de los casos te arrepientes para siempre. Es imposible ponerle puertas al campo.

jueves, 31 de mayo de 2012

Sombra

Me despierta tu olor, tu risa. Está todo oscuro. ¿Las tres?, ¿las cuatro? Las sábanas murmuran al acercarme. Las perlas de tu hombro se me antojan apetecibles. Las pruebo mientras deslizo mis dedos por tu ombligo.

Empiezo un recorrido, una lenta odisea donde deleitarme con las formas. Cóncavo y convexo. Hundida en el hueco de tu hombro aspiro con fuerza. Transporte a otro mundo, otras parejas, otras estrellas y galaxias. Tormentas en calma y tu olor que me besa las pestañas.

Suspiras ronco y ríes. Mis caricias te devuelven a otro cuerpo, otra vida. Ruges en sueños otro nombre. La llamas con insistencia. La invocas con desesperación. Mis manos ya no son mías. Mi cuerpo una sombra lo ha robado. Dos únicas lágrimas se deslizan por mi pecho. Anticipo la tormenta. Quiero escurrirme hasta desaparecer.

Tiras fuerte de mi brazo, me atrapas bajo tu cuerpo y cuando reclamas mi boca. Te muerdo. Golpeo, muerdo y araño como si mi alma fuese en ello. Mi alma de sombra desde luego que va en ello.
Te despiertas. Me miras confundido. Tan cerca que respiro de tu aliento. Y me sueltas.

Me sueltas y caigo. Mi pelo se desparrama sobre la almohada. Negro sobre blanco imagino, porque aquí todavía es negro todo. Y lo sentimos tanto.

Empiezas a dar vueltas inquieto. Rondando. En cada gesto te disculpas un millón de veces. Tus ojos, tus manos. Ya no me miras. Tu culpabilidad alimenta mi ira.
La sombra da gracias. A través de la oscuridad desaparezco.

Las horas pasan. Las cabalgo dormida en el balcón bajo el sol, recostada en el cuerpo que habito. Al despertar ya no estás. Mientras recojo mis pedazos recuerdo palabras y una advertencia a mi ser, un mantra para el corazón:
"No abandones nunca la fortaleza de mis costillas. Solo estás hecho de músculo y sangre. Lo que tienes de genuino y auténtico será tu perdición. Da color a mis huesos y diluye esta sombra que ha caído en mí. Que resuene mi nombre a tu ritmo".

Abandono las llaves y cierro para no volver. Sin mirar atrás. Las palabras se repiten dentro, "que resuene mi nombre a tu ritmo".

miércoles, 30 de mayo de 2012

Seymour

Tuvo que ser más o menos sobre los seis años, en esa franja de edad donde solo permanecen imágenes en la memoria. Como las huellas que dejan los besos mojados.
Una de esas noches Lola soñó con un mono. Si aquello fue casualidad, melancolía o alineación de planetas, nunca lo supo. El caso es que a los pocos días un pequeño gorila empezó a rondarla. Llegó con prisas, por la ventana, una mañana de verano. 

Lola (que era muy avispada) enseguida se dio cuenta de que solo podía verlo ella. Intentó de todo. Esconderse debajo de las sábanas. Contar hasta diez tres veces. Ignorarlo completamente. Dar vueltas. Hasta un día salió corriendo calle abajo a ver si lo perdía de vista. Pero el bicho era insistente. Mucho.

Su familia era más o menos normal. Luego, con la perspectiva de los años, todo te parece más normal. Tenía amigos, era lista. Los adultos la adoraban y los otros niños se pegaban a ella como imantados por sus juegos y travesuras. Entonces, ¿por qué tenía un bicho peludo pegado todo el día al cogote?

Cierto es que cuando se sentía sola, se aburría o simplemente le apetecía hacerse una croqueta con las sábanas ahí estaba Seymour para ayudarle. Con los años le puso nombre y todo, aunque él siempre quiso llamarse Clyde. Según crecía ella crecía él, de manera que cuando llegó a la adolescencia, y se volvió taciturna y rebelde, su compañero había alcanzado unas dimensiones considerables.

A veces se enfadaban. Y pasaban días sin verse, como cuando salía hasta tarde o cuando intentaba meter mano a algún ligue a la salida de cine. Siempre se engorilaba. Pero cuando llamaron a la puerta las primeras decepciones y se contagió de forma terminal de realismo, siempre tuvo un abrazo para reconfortarla. Aunque el brazo fuese más grande que su cabeza.

Solían filosofar mucho sobre el funcionamiento del mundo, el rumbo de la vida, las capacidades intelectuales de algunas personas que pasaban jorobando por su vida. Él tampoco supo decirle nunca porqué apareció allí, en la habitación de una niña que no tenía nada de especial. 

La primera vez en su vida que vio King Kong pasó riéndose una semana. Pobre Seymour, lo que tuvo que escuchar. Que si en el fondo viniste a raptarme, que si eres de los pequeñitos pero te quiero igual...
 Algunas veces le asustaba pensar que un gorila, creado por vete tú a saber qué y que para más inri sólo ella podía ver, le conocía mejor que muchas personas de su alrededor. 

Estuvo en todos los momentos importante de la vida de Lola. De guía en los momentos perdidos, de apoyo en los tensos. Hasta se ponía corbata para acompañarla a las entrevistas de trabajo. "Apoyo moral en situación real de combate", lo llamaba.
Cuando desaparecieron sus padres en una expedición al Polo Norte fue el único que le acompañó al fin del mundo. En sus brazos lloró lágrimas de hielo, de frustración, de pena, de tantas cosas... 
De vuelta a casa fue él quien se ocupó de obligarla a levantarse, a reengancharse a la vida. Por sus suculentas tortitas, porque vale, era un gorila con delantal, pero le salían unos creps excepcionales. "Están juntos, allá donde estén, están juntos". Eso le enseñó a pensar.

Ahora, cuando vuelve sobre esas huellas, recuerda como recuperó el color de sus acuarelas. Porque se dedicó a la pintura. No había otra profesión compatible con un gorila imaginario. Encargos por todas partes y la posibilidad de desconectar cuando le hiciese falta sin necesidad de aislarse. "La idiosincrasia del artista"... ¡ y un cuerno!, huía de egos desmedidos, de dramas y de sobre actuaciones en directo. 

A veces tenía muchas ganas de compartir su secreto con el resto de sus amigos. Esas pocas personas en las que aprendes a confiarles cualquier cosa, y con ojos de compresión infinita te palmean la espalda mientras dicen "estás como una cabra tía, pero te quiero con locura". Estaba segura de que alguien intuía algo. En el fondo Lola pensaba que hay un tipo de cosas que nos guardamos para nosotros mismos y está bien. Llegó a pensar que siempre hay que dejar un hueco para secar los fantasmas al sol, aunque si un gorilón es capaz de estrujarlos y acelerar el proceso, eso que ganaba. Hay partes de uno que solo están destinadas a uno mismo, porque no tienen sentido para nadie más. 

Ahora, acurrucada en un sofá demasiado pequeño y echando cuentas mentales, salía el saldo en positivo, siempre en positivo. El espalda plateada que jugaba alegremente con su pelo totalmente cano seguramente pensaba igual.

—¿Sabes?, creo que sé perfectamente por qué puedo verte. Creo que si me paro a pensar, siempre lo he sabido. Una sonrisa completa llena su cara las arrugas que los días marcaron hace mucho tiempo.
 Querida, siempre fuiste realista, pero no demasiado; racional hasta cierto punto, idealista hasta la tráquea, y la imaginación nunca dejó de fluir por tu sangre. Te alimentas de sueños por la mañana, de crónicas al medio día y cenas cortos con tortitas. Pero te quiero igual. Se rasca el cogote en un gesto divertido.

Lola tira suavemente de los pelillos blancos de la barbilla del gorila. Espera que la acune hasta el día en que se acaben los sueños, hasta que el día deje de ser día y el velo de la noche le cubra para siempre.